20110108

El acantilado

Me acuerdo que caminábamos gritando y que corríamos bajando, rodando por un acantilado paradisíaco, letalmente placentero, confiando en que alguno de los dos sabría cuando detenerse, y era evidente ninguno podría saberlo y que valía mucho más la pena ver en milisegundos los brotes rosados de las cactáceas, rosados como carne recién hecha, los gritos histéricos de las aves del paraíso, el viento salpicado de nubes, la tierra húmeda que vivía bajo la hierba manchando tus enaguas ligeras, mientras caíamos cuesta abajo y la gravilla gruesa me lijaba el antebrazo y un no-importa de espaldas ralladas medio sanguinolentas, un labio medio roto y una carcajada que había zumbado toda la tarde, una risa de banda sonora y sin embargo amena, ambiental. Valía más la pena eso que calcular, que sumar y restar la posibilidad de terminar estampados al fondo del océano rocoso. Al menos yo no quería dejar de vivirme esa realidad vaporosa, sutilmente destilada. De hecho no entiendo todavía cómo es posible que esa misma noche hubiésemos terminado brindando, todavía con las mejillas recién bronceadas y borrachas, sobrevivientes, casi agradeciendo la resaca mientras François, nuestro mesero habitual, te acuerdas? nos servía con la misma sonrisa de siempre dos añejados secos. Obviamente muy secos.

1 commentaire:

Anonyme a dit…

como si fuera ayer